La furia se volvía calma entrada la noche en la gran ciudad. Killa yacía en su cama con dificultades para encontrar una posición cómoda. Cerraba los ojos después de leer una página de su libro mientras él veía una serie a su lado, proyectando una imagen de serenidad encontrada en el barrio sin descanso.
El sosiego, hallado horas atrás, rompía su silencio con la expresión genuina de un dolor agudo que la sacudía de espasmos.
–Son cada 15 minutos, no sé si el dolor es tan intenso. ¿Deberíamos ir ya? –la voz de Killa se teñía de oscura incertidumbre, de una experiencia nueva y desconocida.
–No lo sé. ¿Qué te dijeron en el último control?
–¡Vamos! –ordena, siendo testigo de su torpeza al tomar las llaves del auto y el bolso que ella había armado tiempo atrás.
–Tranquilo bebé –ella le hablaba desde que supo de su existencia, aunque en ese momento la falta de aire entrecortaba sus frases amorosas.
Killa comprendía y justificaba la espera dolorida que se prolongaba en el hospital por burocracia exigida para completar formularios, firmar planillas y otras cuestiones administrativas. Aunque su impaciencia y dolor crecían al observar los movimientos mecánicos y escuchar los tipeos como zumbidos fuertes en sus tímpanos.
Ya en la habitación, se sucedían rostros que no llegaba a reconocer ni a distinguir. Uno para ponerle una bata y recostarla en la camilla, otros que entraban y salían para hablar entre sí, observar y escribir en más planillas que dejaban sobre una tabla que pasaba de unas manos a otras.
–Hola gordita. Entonces el procedimiento es este: introducen los dedos índice y medio hasta alcanzar el cuello uterino, los entreabren como si fuera un compás y a “ojo de buen cubero” y de la práctica determinan cuántos centímetros tenemos de dilatación –varios residentes practicaban el tacto vaginal para aprender mientras Killa era canalizada por una enfermera que había olvidado saludarla con un “gordita”.
–Tranquila, seguro el suero es por las dudas, no pasa nada –escuchó su voz baja y suave que buscaba relajar una mirada paralizada por el miedo.
Los sonidos se sucedían en movimientos continuos sin cesar, al igual que los tactos. Las contracciones comenzaban a ser dolorosas y continuas y Killa era trasladada rápidamente a la sala de parto sin soltar su mano.
–¡Dale dale! ¡Puja con fuerza que ya sale! –respiraba de la manera indicada cuando el agotamiento se hacía carne en su cuerpo anestesiado.
Killa percibía su incomodidad y un darse cuenta de su necesidad de estar en posición vertical. Se imaginaba apoyada en su pecho, sostenida por su fuerza y calor cuando un ¡Dale! la devolvía a una realidad tortuosa.
–No puedo más –lloraba.
–Fuerza amor, ya falta poco –le decía él, mientras sostenía su mano.
El llanto del bebé resonó en la sala de luz blanca intensa. “¿Tendrá frío?”, se preguntó Killa al mirarlo a lo lejos.
–¿Por qué se lo llevan? –el hilo de su voz denunciaba un cansancio como figura de un fondo de angustia.
Los procedimientos de rutina continuaban. La placenta era retirada y cocían el tajo que cortaba su vagina para evitar desgarros. Killa lo seguía con ojos suplicantes de no despegarse de su lado mientras lo lavaban, aspiraban, medían, pesaban, probaban sus reflejos y lo vestían. Sus ojos saltaban de un lado a otro hasta el preciso instante en que lo tuvo en sus brazos.
–Hola tesoro, angelito mío –le decía con besos húmedos mientras recibía en su rostro sus diminutas manos.
Una vez más el momento corría cuando los ruidos, el ir y venir del personal y las voces altas irrumpían en la suspensión del tiempo para trasladarlos nuevamente a la habitación.
–Hola mamá. Soy el médico de turno. Te voy a controlar. Después va a venir la enfermera a revisar al bebé.
Las horas pasaban y con ellas diferentes rostros, médicos de guardia, enfermeros y personal administrativo. Killa seguía cada movimiento con la vista inmóvil en su bebé. Se sentía expuesta, exhausta y vulnerable. A veces cerraba los ojos para imaginar el momento en el que estarían los tres solos. En casa.