A orillas del río en danza ritual, Sin bailaba afro junto a otras mujeres. El río era rodeado por montes enmarañados, tenía la música propia de aguas tibias y cristalinas, y la caída del rocío que susurraba la noche.
Una mujer bahiana de unos cincuenta y tantos años con una energía desbordante, brillaba a través de su piel negra y cabello tupido y rizado. Vestía telas superpuestas de muchos colores y comenzaba a guiar la danza ritual. El fogón prendido momentos atrás, ardía su leña y el crepitar de la madera resonaba junto con los tambores que sonaban por lo bajo en la noche estrellada de luna llena.
Las mujeres rodeaban el fuego en un círculo armonioso en el que Sin percibía su corazón acelerado, sentía el hormigueo cosquilleante intenso que recorría su cuerpo hasta sus manos temblorosas y un nudo estrangulando su garganta impidiendo el paso del aire. Su miedo estaba allí para buscar el apoyo necesario en la acción a realizar. “Lo queremos hacer, lo vamos a hacer. Yo estoy aquí para avisarte que necesitas cuidarte”. Las lágrimas rodaron por las mejillas de Sin y el paso del aire desanudó su garganta.
Los tambores comenzaron a sonar y la maestra bahiana a guiar la danza canal de expresión de todo lo interno que pujaba por salir. Sin, sintió sus pies despegarse levemente del contacto con el pasto verde y la tierra húmeda. Flexionó su cuerpo hacia abajo doblando las rodillas y el torso, mientras las caderas acompañaban el deslizar los pies.
Las palabras en voz grave de la bahiana animaban a quemar en el fuego lo que no querían más en sus vidas. Sin soltaba su miedo y sus ideas de catástrofe en un impulso que emergía desde los pies y las manos y terminaba en su voz que acompañaba el movimiento latigante al ritmo del pulso de la tierra vibrante de tambores.
El flujo de sangre continuo y sereno se abría camino en contacto con la fuerza percibida en en su cuerpo fluyendo con el movimiento circular, céntrico y cálido, cuando pudo ver que sus hermanos, sobrinos, sus compañeras de camino, y también sus padres, acompañaban su danza ritual mirando desde la orilla del río. “No estoy sola”, fue su darse cuenta y sus abuelos maternos se hacían figura desde las profundidades del río. El aire fluía como el agua y sentía la totalidad de su ser en amorosa armonía.
El miedo ya no estaba. Sin cambiaba de lugar para volver a la posición inicial del comienzo del viaje en el almohadón violeta de su habitación. El proceso de poner fin a la situación que había transgredido sus propios límites había comenzado una semana atrás. Aún de ojos cerrados notaba las sensaciones de tranquilidad, fuerza, compañía y confianza vivenciadas. “Lo voy a hacer”. Abrió sus ojos, se puso de pie, su pelvis y sus piernas hacían de base que sostenía al resto del cuerpo para sentarse otra vez en su computadora y retomar el mail que había terminado de redactar momentos antes. De nuevo, revisó el cuerpo del texto, respiró profundamente y presionó “enviar”.